A medida que nos aproximamos
las piedras se van dando mejor.
Desnudo, anacorético, las ventanas idénticas entre sí,
como la vida de sus monjes,
el Escorial levanta sus muros de granito
por los que no treparán nunca los mandingas,
pues ni aún dentro de novecientos años.
hallarán una arruga donde hincar sus pezuñas de azufre y pedernal.
Paradas en lo alto de las chimeneas,
las cigüeñas meditan la responsabilidad de ser
la única ornamentación del monasterio,
mientras el viento que reza en las rendijas
ahuyenta las tentaciones que amenazan entrar por el tejado.
Cencerro de las piedras que pastan en los alrededores,
las campanas de la iglesia
espantan a los ángeles que viven en su torre
y suelen tomarlos de improviso,
haciéndoles perder alguna pluma sobre el adoquinado de los patios.
¡Corredores donde el silencio tonifica la robustez de las columnas!
¡Salas donde la austeridad es tan grande,
que basta una sonrisa de mujer para que nos asedien
los pecados de Bosch y sólo se desbanden en retirada
al advertir que nuestro guía es nuestro propio arcángel,
que se ha disfrazado de guardián!
Los visitantes, la cabeza hundida entre los hombros
(así la Muerte no los podrá agarrar como se agarra a un gato),
descienden a las tumbas y al pudridero,
y al salir, perciben el esqueleto de la gente
con la misma facilidad con que antes les distinguían la nariz.
Cuando una luna fantasmal nieva su luz en las techumbres,
los ruidos de las inmediaciones adquieren psicologías criminales,
y el silencio alcanza tal intensidad,
que se camina como si se entrara en un concierto,
y se contienen las ganas de toser
por temor a que el eco repita
nuestra tos hasta convencernos de que estamos tuberculosos.
¡Horas en que los perros se enloquecen de soledad
y en las que el miedo hace girar las cabezas
de las lechuzas y de los hombres,
quienes, al enfrentarnos,
se persignan bajo el embozo por si nosotros fuéramos Satán!
Escorial, abril, 1923.
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