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Cambiar el mundo para que podamos “vivir en significaciones y cuerpos que tengan una oportunidad en el futuro” (Haraway, 1995)

viernes

¿Qué hacemos con el tiempo que tenemos?

Lecturas de noche, le decía Barthes, a las novelas como las de Goethe, Proust, Balzac, Brecht, etc*.Si, probablemente, así comencé mi pequeña inmersión en el mundo de la literatura, leyendo de noche, antes de dormir. En realidad, fue un recurso que durante un tiempo utilizaron para lograr que la pequeña Pame, venida al mundo con una eterno insomnio, conciliará el sueño reparador – epa, momento, (respire y siga) ¿reparador?, ¿para quién? Sino me dormía, ¿no sería que no lo necesitaba y eran mis padres, abuelos, tíos abuelos, quienes lo necesitarán? Enigma que tal vez, alguna vez, guste en resolver del modo más simple y falso-
Así era. Me relataban historias, hacían la parodia de “Zulu y Luz”, dos fantásticos nombres para los tremendos pies de mi padre o abuelo, o los más pequeños y refinados de mi madre y madrina, pero algo poco correspondientes con lo real, o mi real, uno era varón para mí, y el otro mujer, entonces, ¿mi mamá tenía un pie de mujer y uno de varón y lo mismo para mi padre? Algo había en ese intercambio que a mi no me cerraba, ¿no podrían haber puesto un pie cada uno así no me enloquecía intentado entender este tema de mujer con pies mixtos, o viceversa, hombre de pies mixtos?
No. Me la tenían que complicar, y después muchos me dicen que mi problema es que soy excesivamente rebuscada.
Bue. Continuemos. No recuerdo muy bien las historias que “Zulu y Luz” me contaban a diario. Tampoco las que me contaba Jerónimo, un indígena bastante común para los otros, pero de un carisma especial para mí, que venía a charlar y contarme cuentos en calle Pasco, solo ahí. Era la casa de Loly, Lele y Pancho; más tarde de Lara también. Pero Jerónimo solo hablaba conmigo y con Loly, a veces con Lele, pero después del “Eráse una vez” (Léase textual, el error ortográfico es intencional, fue un error de enunciación previo) el indígena quedo tan tentado, que apenas escuchaba su voz, se echaba a reír.
Tampoco recuerdo con la exactitud que quisiera recordar cuales eran todos aquellos cuentos, que lograban hacer que con una sonrisa conciliara el sueño.
Pero hay algo que no puedo olvidar: los cuentos, relatos y excentricidades que contenía “el Tesoro de la Juventud”, enciclopedia multifacética donde se encontraban cuentos, relatos, fabulas, lecciones científicas, imágenes, historia, geografía, música, mitologías, poesías, mmm, mucho mucho, aunque yo recuerdo los cuentos.
Esa fue mi primera etapa.

...
No había una razón lógica que uniera el recurso que mi familia utilizaba para poder dormir –mediante mi reposo- a mi pasión posterior por la lectura. Pero así fue. Llegó el momento en que logré esa primera gran conquista de emancipación de mi familia. Independencia junto a una necesidad mitológica de ver el mundo -imaginación.
No sabía que me esperaría, pero sabía que en las páginas de los libros que de niña leí, no buscaba algo parecido al mundo, sino algo símil a lo que hoy podríamos pensar como mundos imaginados.
En esos tiempos gesté algo, luego estimulado por la fascinación de algunos escritores de películas infantiles -¿alguien recuerda a Heidi?-, sobre todo, Whalt Disney (con esa extraña necesidad que tenían de “hacernos llorar con Bambi, Dumbo, ETCCCCC) que marcó mis presentes sucesivos: debían emocionarme aquellas historias, diríamos que si cumplimentaban el momento de las lagrimas se transformaban en piezas excelentes en mi despertar critico literario –amateur y subjetivo, claramente, como hasta el día de hoy-. En fin, leí de todo. Y lentamente crecí y me fui haciendo afín a ciertos títulos y ciertas colecciones.
Pero recuerdo mis diez años, recuerdo un libro que llego a mis manos a los diez años, un libro que me conmovió. Recuerdo a ese ser que era grande, pero le dedicaba el libro a un amigo cuando era pequeño. Recuerdo que no quería ser una de esas personas grandes que a aquel aviador -que tuvo la dicha de conocer “al Principito”- no lo habían podido comprender nunca. Que emoción, que belleza, cuán feliz fui al leer ese libro. No se cuanto de lo mucho que fui extrayendo luego, comprendí del Principito, cual fue mi “entendimiento” inicial a los 10 años de ese libro. Lo que si me quedo grabado a fuego fue el pensar “cuando sea grande quiero recordarlo”, quiero regalarlo, quiero que los niños que estén cerca de mí reciban de mis manos esta gran obra.
Y así fui lentamente haciéndome lo que muchos dirían “una ferviente lectora”, pero que nunca perdería las mañas. Quería que los libros me conmuevan, quería que esos libros me mostraran mundos desconocidos, pero también que me permitieran, ante la incomprensión, ser quien le gritaba al o los personajes: “yo los entiendo, tanto que río, lloro, me pregunto, me enfurezco, me aburro, con ustedes”.
Puff, fue todo esto lo que recordé hoy a la tarde, cuando la brisa de una verano que parte y un otoño que ya se anuncia –ya comenzaron a caer, tímidamente, algunas hojas secas de los árboles- me puso ante la disyuntiva de “¿lloverá? ¿Me quedo un rato más, o me voy?”.
El estimulo fue doble. El pensamiento lo suspendía desde hacía unos días en que entré a una biblioteca y en ese afán impulsivo de mirar todo lo que había y que podría ir a leer, encontré de un sobresalto, en el mismo estante, dos cosas enigmáticas y maravillosas.
El trayecto fue así. Miré primero la sección más imponente donde uno se encuentre con las enciclopedias universales de lo más variadas que se le ocurran. Después, giré y me dirigí a la otra sección donde están los otros grandísimos estantes, y en un paneo general, se ven títulos clásicos, y otros no tan clásicos que he leído, o he tenido la intención, o he sabido que debería -¿qué será ese imponerse un deber ser de lecturas, no?- leer. Pero cuando me dirigía hacia otra gran sección de libros, mi vista halló una pequeña biblioteca, como las que uno tiene en casa, y algo me atrajo. En un sector de mi conciencia me decía a mi misma: “ahí debe haber cosas que no están clasificadas, y por lo tanto, tal vez no tengan el efecto fascinador de otras secciones”, pero no me importó. Había algo de esos estantecitos que me llamaba a investigar.
Y ahí los encontré: primero, el antiguo libro de matemáticas que utilizaba cuando tenía 14 años, que, a pesar de que muchos no me crean una persona de amor por los números, era un libro al que le tenía un afecto peculiar. Me gustaba leerlo, hacer los ejercicios, pero sobre todo, me gustaba leerlo. Creo que al día de hoy no se muy bien por qué, pero me atraía. Más abajo, exactamente, dos estantes más abajo, una de las colecciones favoritas de mis 12 años, aprox, “Elije tu propia aventura”. Que increíble satisfacción verlos. Contarle a quien me acompañaba que esos libros me habían llegado a fascinar tanto, que, a pesar de saberme todas las posibles combinaciones de capítulos con sus respectivos finales, durante años los leía, combinando combinando, como si fuera la primera vez.
Luego partí. Pero me llevé conmigo esa sensación casi de emoción de ver mis lecturas de tantos años atrás. Volveré sobre esto. Pero primero, la otra razón por la que volví a pensarme a mí misma en relación a la lectura.
Meses hace que leo compulsivamente, aunque de modo desordenado. Abro libros, me sumerjo, salgo, abro y me sumerjo en otro, y así. Es como un estado de frenetismo mezclado con la búsqueda de una medicina para el alma: un calmante, un reflejo. Un que me entiendan esta vez los personajes a mí. Encontrar en ellos las palabras, ese guiño de comprensión necesario que me sostenga.
He pasado por teoría de la historia, de fotografía, filosofía, psicología, drama, comedia, cuentos, ciencia ficción, poesía, acontecimientos históricos, lingüística, cursos, compilaciones, de todo todo. Pero he aquí que ninguna novela. No me atrevía, no encontraba qué, ni autor, ni titulo, ni temática, ni nada de nada. Cada día hacía un paneo general, tomaba alguno y se posaba en mi “mesa de luz”, o en mi bolso para que me acompañe. Pero nada de novela, y también, el evitar dos libros, de dos autoras diferentes...
La estrategia:
Me perdía en mi biblioteca, me escondía de ellas, mi vista subía y bajaba entre los 5 estantes de libros, de vez en cuando, corriendo la primer fila a la vista, para ver la segunda, a ver que encontraba sin haber leído –sobre todo de mis últimas abultadas adquisiciones-. Y la proeza la superaba exitosamente: evitar todo el tiempo que mi vista, primero, y luego mi mano –mediador necesario- tomará alguno de esos dos libros, de esas dos autoras que casi en un miedo sin explicación no quería tomar. Verbigracia de mi estupidez más extrema, en un convulso ataque de huir, respeté mi decisión de no abordar el mundo de una de ellas, pero sí, finalmente, luego de algunos meses, darme el lugar a tomar y dejarme ser con Simone de Beauvoir.
Tome el libro, lo miré, y lo guardé. Luego partí.

 
“Llevaba mis repugnancias hasta el vómito, mis deseos hasta la obsesión, un abismo separaba las cosas que me gustaban de las que no me gustaban. No podía aceptar con indiferencia la caída que me precipitaba de la plenitud al vacío, de la bienaventuranza al horror … Pero me negaba a ceder a esa fuerza impalpable: las palabras. Lo que me sublevaba era que una frase lanzada al descuido … arruinara en un instante mis empresas y mis alegrías” SdB
¿Cómo podía ser esta la única manera de encontrarme? ¿Era esta la manera?
Siendo o no, la angustia se agudizaba y era el puntapié inicial de un verdadero reconocimiento de la angustia. La perturbación, el sentir que las sensaciones del cuerpo no responden a los estímulos de la “racionalidad” era exactamente el síntoma que buscaba hacía ya muchos meses para poder reconocerme viva. Reconocerme a mi misma el: “Mujer ¿Dónde están tus ganas? ¿Dónde está tu vida? ¿Dónde están tus sueños? ¿Tus pasiones? ¿Tu gente? ¿Tus aspiraciones? ¿Tus limites? ¿Será acaso que los perdiste? ¿Realmente queda algo en pie, o lo perdiste todo en los sucesivos “adiós”?
¿Existís realmente? ¿Sabes cuanto podes soportar, dar, recibir?
Ya había pasado por una situación semejante de extrema cólera contra mi propio yo, pero como decía un historiador económico: “la ola rompe cada vez más lejos”.
¿Era la naúsea **? … ¿Existía un horizonte de lo posible para mí?

Era obvio, las primeras páginas de un libro que no es novela, sino memorias, pero escritas como novela, me comenzaban a atrapar. Hacía tiempo que necesitaba que la literatura me desgarrara, me diera la estocada final, para soltarme a llorar desconsoladamente sin nadie adelante, sin ningún nombre, sin ninguna razón. Necesitaba llorar y siempre deteste sobremanera tener que explicar estos espasmos de llantos que me hacían escupir la angustia. Esta vez no le ponía ni nombre, ni situaciones, ni malasuertes, ni culpas. Necesitaba sangrar en cuerpo y mente, y una vez más, la literatura me ayudaba a encontrar los marcos precisos para liberar todas estas sensaciones que me revoloteaban, pero, como siempre hay que explicar la razón de nuestros actos, prefería hacía un tiempo reprimir. Dejar salir, luego veríamos como ponerle etiquetas explicativas.
Esta vez, no me justificaría. Estaba yo, sentada, llorando, con un libro en la mano, con posibilidades nulas de que alguien me encontrará, -y si así fuera, tenía la respuesta precisa, instantánea, y absolutamente verosímil: el libro. ¿Quién, que me conociera desde hace más de algunos meses, podría dudar, que leyendo Simone de Beauvoir, yo no pudiera estar llorando? Solo la astucia de algunas personas que me conocen en lo más profundo de mí ser, podrían no dudar, sino afirmar, que no era libro en si mismo –de todas maneras, las palabras de aquel libro, mierda, que iban calando-:

“Yo estaba vencida, pero no me rendía. Cumplía el trabajo de la derrota. Mis sobresaltos, las lagrimas que me cegaban, quebraban el tiempo, borraban el espacio, abolían a la vez el objeto de mi deseo y los obstáculos que me separaban de él. Me hundía en la noche de la impotencia; ya nada quedaba salvo mi presencia desnuda y ella explotaba en largos lamentos” SdB

...

"-¡Por Alá padre! ¡Te lo ruego, concédeme esta gracia que te pido! –Tu terquedad me irrita. ¿Por qué te empeñas en buscar la muerte? Quien no prevé el final de una empresa arriesgada, no puede salir airoso de ella. Y temo que te suceda lo mismo que le pasó al asno. -¿Qué le sucedió al asno? –Estando bien, no supo conservar la buena situación de que disfrutaba. (…) –Insisto padre, ese cuento que acabas de contarme no ha de hacerme cambiar de decisión. Podría relatarte muchos otros que te convencerían de que no deberías oponerte a mis propósitos" (...) Diálogo de inicio de “Las mil y una noches” entre Scheherezada y su padre. (Y así, Scheherezada cada noche relató una nueva historia que dejaba abierta en el amanecer previo)

Continuará ...

Referencias y Pds

* Joaquim Sala-Sanahuja, Prólogo a la Edición Castellana de “La Cámara Lúcida”.
** Referencia al libro de Jean Paul Sartre, “La náusea”.
SdB: Simone de Beauvoir

PD al lector: esto es y no es real: "aquel día sospeché que la literatura solo mantiene con la verdad unas relaciones problemáticas (SdB)"

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....dos pasiones, un escritor...

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...Julio...